Bajo aquel cielo yacíamos iluminados únicamente por las brillantes estrellas y las luces incandescentes típicas de la ciudad que habitábamos. Los paisajes efímeros que podía observar era una delicia para la vista, qué extraño como las cosas más hermosas y complejas de la vida suelen parecer tan triviales. Ciertamente nada es trivial y en el transcurso de nuestro recorrido iniciado hace un par de meses lo había confirmado con cada segundo que pasaba. Y allí estaba él, conduciendo mientras cantaba su canción favorita para mí, pertenecíamos a las solitarias carreteras y a las ciudades frías – las cuales solíamos tornar en un fuego tan vivo como nuestra pasión –. Siempre me susurraba entre besos el nombre del lugar al que nos dirigíamos, pero esta vez solo me dedicó una sonrisa. Desde que comencé a tener uso de razón me enamoré del misterio, pero no sabía qué era realmente el misterio hasta conocerle. Aparcó en una calle cercana, dicen que los autos son innecesarios en los viajes si quieres conocer, y así era para nosotros. Tomó mi mano, antes de que pudiera reaccionar ya habíamos recorrido desde un par de boutiques hasta los jardines de flores – mientras estuve danzando entre sus brazos con el olor concentrado y dulce nublando mis sentidos –. Eligió un restaurante poco conocido ambientado a la época de los setentas de dicha ciudad, debo admitir que me enamoré más de aquel hombre con tal decisión. A las nueve menos quince y vistiendo aquel vestido de encaje negro que tanto había amado en mí me encontraba a su lado nuevamente mientras tomaba todo el escocés que se había perdido en las dos últimas noches y me dispuse a pedir vino – decisión que desataría un caos mágico en el universo –. Entre cada beso, trago y pensamiento compartido nos perdimos por horas, y fue a las dos de la madrugada que de camino al hotel comencé a derramar lágrimas sollozando al unísono con el cielo, que como parte de sí me arrulló junto con los latidos de su corazón que buscaba escapar de aquel cálido pecho. La habitación tenía varios mesones con flores, velas aromáticas y un par de botellas de un fino alcohol, me decidí por la dulzura del vino sin pensarlo dos veces y él disfrutó seguidamente de su escocés.
Suspiré y al instante dejó reposar sobre la mesa aquel vaso que sostenía, me abrazó desde mis espaldas y sonreí mientras recorría mi cuello con sus labios. Al girarme disfruté una vez más de aquella droga que eran sus labios sobre los míos, cada vez con mayor intensidad haciéndome desearle con tal fervor que me dejará siendo meramente cenizas. Ardí en sus labios, entre sus brazos, una y otra vez hasta que me dejó desmoronarme con la delicadeza de un ángel y la sensualidad digna de una diosa griega.
Se recostó a mi lado con la tenue luz de las lámparas a penas alumbrando nuestros rostros, me besó de manera brusca pero con una dulzura escapada del cielo – combinación que solo él sabe lograr –. Me fundí en mí misma, tanta lava quemaba mis débiles venas pero le dejaría desarmarme.
Sentí como lentamente me aprisionaba entre sus brazos en aquella habitación con olor a lujuria embriagante, cada vez anhelaba más sus labios sobre mi piel y su amor llenándome mientras recorría con sus largos dedos mi columna vertebral generando pequeños espasmos en mi cuerpo, que yacía en su pecho donde escuchaba esos latidos acelerados que una vez la hicieron dormir. Recorrí su pecho de nuevo, perdida en aquel caos mágico que era él. Alcé la mirada por última vez aquella noche, me perdí en sus ojos. Y fue allí, pasadas las tres de la madrugada, que entendí lo que era estar perdida y luego encontrarse.