sábado, 1 de agosto de 2015

Violeta

Algunas veces me gustaría poder controlar las emociones que siento con el simple hecho de recordar sus palabras exactas en mi mente como si se tratase de un reproductor cuya canción capaz de reproducir sea la misma siempre, la ira se expande por mi cuerpo como el cáncer y quema mis extrañas. Deseo matar, golpear, y cualquier otro acto brutal e indecente que se cruce por mi mente a pesar de que dicha persona deba, en teoría, ser parte de mi felicidad – que por cierto es inexistente –. Sin darme cuenta mis puños arden de un rojo cereza y las numerosas lágrimas se deslizan por mis mejillas haciéndose más cada vez a la par de mis golpes a la pared de concreto que me encerraba en esta maldita habitación. Por supuesto, debía controlarme pero mis pensamientos y mi imaginación rara vez acatan las órdenes que ordena vagamente mi cerebro.
Me sumí en una gran oscuridad y justo allí observé sus ojos, llenos de miedo, en los que se reflejaban claramente los míos llenos de ira como si se tratara de un gran espejo, debía darle un fin a su atorrante existencia. Le quería, sin duda, pero eran más las tristezas y rabias que traía a mi vida por cosas innecesarias que las felicidades que me ofrecía. Quizás sea demasiado egoísta como para entender que seré feliz con o sin su presencia. O quizás demasiado ciega como para notar que cualquier palabra emitida por sus labios me daba ganas asfixiantes de tornar sus cuerdas vocales en las grandiosas cuerdas de un chelo como en aquel programa que vi una noche de esas donde los sentimientos me abrumaban. 
No sé dónde está mi felicidad pero sin duda es lejos de este lugar y toda su repulsiva gente. 
Tal vez me arrepienta de mis palabras.
¿A quién engaño? Jamás me he arrepentido.

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